Redacción.- El 1 de junio se celebra el Día Mundial de la Leche, una efeméride instaurada por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) con la misión de resaltar y abordar los asuntos cruciales que rodean a la industria láctea a nivel internacional. También es una oportunidad perfecta para fomentar el consumo de leche a lo largo y ancho del planeta.
El consumo de leche en la edad adulta se encuentra en el centro de un acalorado debate. Mientras algunos defienden su aporte de calcio y nutrientes esenciales, otros argumentan posibles perjuicios para la salud.
Durante la mayor parte de la evolución humana, la lactosa de la leche fue -esencialmente- una toxina perniciosa para los adultos y quedaba restringida únicamente para los bebés, que sí podrían digerirla sin problemas. Sin embargo, hace unos 12.000 años más o menos, las sociedades humanas comenzaron a asentarse… aprendieron a cultivar y a domesticar animales. Fruto de este conveniente avance, fueron apareciendo algunos subproductos derivados de la leche de vaca, cabra, etc.
En un primer momento, la cantidad de lactosa que de la leche sin procesar era demasiado para que el organismo humano pudiera tolerarlo. Afortunadamente, los productos derivados de la fermentación de esta misma leche, como quesos, requesones o yogures, tenían una concentración menor de lactosa… por lo que los adultos sí podían consumirlos.
Allá por el año 5.000 aC, una familia que habitaba en el continente europeo, empezó a desarrollar una mutación genética que le permitía mantener más allá de la primera infancia la producción de lactasa, que es la hormona que permite digerir la lactosa. Gracias a esta mutación, su metabolismo digestivo no cambiaba después del destete… lo que permitió un cambio radical en los hábitos alimenticios humanos.
Esta sencilla e indiferente variación genética, dotó de una enorme ventaja competitiva a aquella estirpe europea, porque -a diferencia de otras comunidades- ellos podían completar su dieta con leche extraída directamente de otros animales durante periodos de escasez alimentaria. Ayudados por este privilegio evolutivo, esta estirpe se extendió por nuestro continente primero y por el mundo después. Este es el motivo por el que la intolerancia a la lactosa en adultos es hoy mucho menos común en Europa que en otros continentes.
Para ponerlo en perspectiva: mientras que en los países del norte de Europa en torno al 10% de la población tiene intolerancia a la lactosa en algún grado y en España esta cifra se sitúa en un 15%; en China hay más de un 75% de la población adulta que es intolerante a la lactosa. En el caso de Japón es aún peor y hasta un 80% de los adultos no pueden consumir lácteos.
¿Y los demás?
Leticia López, miembro del Colegio Profesional de Dietistas y Nutricionistas de la Comunidad de Madrid, explica que en nuestro país la leche es parte de la cultura y de nuestra dieta tradicional, también en la edad adulta. Eso significa que -en general- nuestro cuerpo produce suficiente lactasa como para que pueda tolerar el consumo de lactosa. Así que, para todos aquellos que forman parte de ese grupo de afortunados que no padecen intolerancia a la lactosa, el consumo de leche puede ofrecer algunos beneficios muy interesantes para nuestra dieta.
Estamos hablando de que un vaso de leche proporciona aproximadamente un 30% de la cantidad diaria recomendada de calcio, esencial para el desarrollo de los huesos. Además, la leche contiene otros nutrientes necesarios para la vida, como fósforo, magnesio, zinc, yodo, selenio y vitaminas A, D y B.
También aporta ácidos grasos, carbohidratos, proteínas y agua. Por ejemplo, puede ayudar a conciliar el sueño, es útil para la hidratación, previene enfermedades crónicas como la diabetes e hipertensión, ayuda a mantener los huesos fuertes, previene problemas dentales, neutraliza la acidez estomacal y promueve el crecimiento de la flora intestinal.