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Las heridas que el terremoto dejó en Siria siguen abiertas un mes después

Beirut.- Miles de personas continúan desplazadas en albergues temporales y tiendas de campaña al cumplirse hoy un mes del terremoto en Siria, una tragedia que ha profundizado las heridas psicológicas de la guerra y alejado aún más los productos básicos del alcance de la población.

En la ciudad noroccidental de Alepo, iniciativas individuales como la que saca adelante Karim se centran todavía en «reubicar a la gente«, ya que muchos vecinos siguen sin tener un lugar «donde dormir» pasadas cuatro semanas de un seísmo que ha dejado al menos 3.700 muertos en el país árabe.

«Aún hay gente durmiendo en los parques públicos y los espacios abiertos, aún hay gente viniendo a los albergues porque sus casas están dañadas o destruidas, o porque simplemente tienen miedo y quieren estar acompañados», explicó a EFE el joven de 28 años.

Todavía conmocionado por lo ocurrido, pero considerándose «bendecido» frente a todos los que perdieron sus hogares o a sus seres queridos, Karim ha tratado de ayudar desde el inicio recolectando alimentos y productos básicos para repartir entre los más afectados.

Afirma que la mayoría de la asistencia humanitaria está siendo proporcionada por las iglesias, pues Alepo todavía no ha «ni olido la ayuda internacional que se dio», en referencia a las miles de toneladas de suministros recibidas por el Gobierno sirio en el último mes.

«Hay mucho miedo»

La Casa Salesiana es una de las que están ayudando a los alepinos afectados por la catástrofe y en la actualidad aún acoge en sus sótanos a unas 200 personas, entre ellas cinco familias cuyas casas se derrumbaron por completo y varias más cuyas viviendas «estructuralmente ya no son habitables».

Sin embargo, la mayoría de estos desplazados simplemente tienen demasiado miedo para regresar a unos inmuebles «bastante sentidos» por los seísmos, mientras corren rumores sobre la posibilidad de nuevas réplicas de envergadura, dijo desde Alepo el voluntario salesiano Mateo Colmenares.

«Cuando sucedió el primer golpe, aquí en la noche durmieron 400 personas, más o menos 300 durmieron en las sillas, en lo que podían. Pero era un invierno fuerte hace tres semanas, gracias a Dios ahorita está bajando el frío», recordó el misionero venezolano.

El terremoto llegó sin aviso e inicialmente tuvieron que apañarse con algunas decenas de colchonetas que tenían a mano para los campamentos juveniles y otras actividades, pese a que en el punto álgido de la crisis llegaron a dar cobijo a unos 750 vecinos.

Colmenares aseveró que hoy pueden «brindarle a la mayoría de las personas un espacio digno» gracias a la ayuda recibida en el último mes de diversos benefactores y de las Misiones Salesianas.

Los desplazados también reciben comida en el centro, pues la tragedia ha agravado la situación de muchas personas ya golpeadas por la grave crisis económica preexistente en el país.

«Los precios se han disparado demasiado, creo que casi el doble (…) Desabastecimientos no ha habido gracias a Dios, porque es que la gente no tiene plata para comprar. Entonces ahí está la pregunta ¿cómo come la gente?», alertó el voluntario.

Las heridas invisibles

El desastre también ha dejado profundas heridas psicológicas en una población que ha vivido en guerra durante los últimos doce años.

Según Colmenares, los salesianos están contratando a psicólogos para asistir a las familias, pero sobre todo están tratando de crear una «rutina de actividades» que les saque de los pensamientos recurrentes relacionados con el terremoto.

«Yo canto, entonces todas las noches intento animar algo de música, hacemos juegos, la misa. Son cosas de un poco no distraer sino llenar ese vacío que ha dejado toda esta situación de inseguridad e incertidumbre, llenarlo de esperanza, de fe, de alegría, de vida», relató.

Para Sara, de 64 años, parece que «los días no pasan y esta tragedia no termina», pues está permanentemente «de los nervios» al no saber si su casa es segura o que va se va a llevar a la boca para el próximo almuerzo.

Durante el día, observa desde la ventana de su salón a los alepinos que sobreviven a la intemperie «con hambre y con frío», y al caer la noche se va a algún albergue o al coche ante el miedo de que la vivienda se le caiga encima mientras duerme.

«Estoy muy cansada de ir y volver cada día, de no tener un día normal. No como si antes fuera normal, pero el terremoto ha sido un punto de inflexión», concluyó la mujer. 

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