En medio del drama y el dolor, la barriada de San Carlos despidió este martes a un motoconchista que era una promesa en el deporte, malogrado por un compañero que le disputaba un pasajero de 25 pesos.
Una puñalada trapera terminó con la vida de Keddy Alexander Henríquez Ruiz, de 25 años de edad.
El autor, su compañero de oficio en Las 5 esquinas de San Carlos, fue identificado como Ángel Bienvenido González, quien ya cumple medida de coerción por tres meses.
Keddy se ganaba la vida como motoconchista, pero era un talento del baloncesto, lo que lo hizo calar hasta la Selección del Club San Carlos.
Encontró la muerte el pasado viernes alrededor de las 4:00 de la tarde, mientras se encontraba sentado en una silla esperando nuevas oportunidades de pasajeros.
Allí lo sorprendió Ángel y solo le infirió una puñalada por la espalda, cumpliendo su amenaza de que “aquí no vuelve a conchar”
Su cuerpo fue conservado durante cinco días, hasta que la familia logró que las autoridades penitenciarias permitieran que su padre fuera a despedirlo.
Cuando lo trasladaron al humilde hogar en que vivía en la calle Salcedo, entre la Abreu y la Juan Bautista Vicini Burgos, en un económico ataúd, sus familiares y vecinos se encontraron con otro drama.
Era difícil llevar el féretro hasta su humilde hogar en el traspatio por la estrechez del callejón.
Se propusieron velarlo bajo una lona en medio de la calle, pero la Policía se lo impidió porque necesitaban un permiso municipal para cerrar la vía.
Ante la negativa, se la ingeniaron para entrar el ataúd hasta la casa.
Pero allí tampoco había espacio para el velatorio, así que optaron por colocarlo sobre dos taburetes de hierro en el angosto patio, tendieron una sábana y lo cubrieron con sus camisetas verdes de basquetbolista del Club San Carlos y el casco protector de motociclista estaba a sus pies.
Keddy era de la Selección de Baloncesto del Club San Carlos, dónde lo adoraban, ya que prometía en el deporte del salto y el aro.
Por el estrecho callejón desfilaron hombres, mujeres y niños para verlo por última vez.
Su abuela se sentó al lado de su cuerpo inerte, con sus ojos lluviosos de madre segunda apegada al nieto que era bueno.
Ella prefirió no hablar y se tragaba su dolor solita.
A su rededor algunos familiares y amigos contemplaban en silencio la escena adornadas por una corona de flor del sol recostada de la pared de zinc de la vivienda.
Los más jóvenes manipulaban sus teléfonos celulares, mientras dos velones blancos se gastaban con el calor de la llama que iluminaría su camino al más allá.
A media mañana llegaron con el padre, un hombre joven que, según los vecinos, lleva cuatro años encerrado en la Penitenciaría Nacional de La Victoria cumpliendo una condena por droga.
Víctor no pudo abrazar el féretro de su hijo.
Sus manos estaban atadas a un par de esposas y sus movimientos eran vigilados por los policías que les servían de custodia.
Lo contempló lloroso y luego salió a sentarse al frente de una de las viviendas, dónde lo rodearon familiares y amigos que iban a consolarlo.
Lucía abatido, y atado a una condena.
Se lamentaba que no pudo darle un último abrazo a su hijo.
Sus custodias no le permitieron hablar con los periodistas, “eso era parte del acuerdo, no prensa”, dijo la madre del malogrado deportista.
En su lugar habló Kenia Margarita, la madre, quien contó que el asesino de su hijo “se llenó de odio” cuando fue rechazado por el pasajero porque era “un loco manejando y nadie se quería montar con él”.
El pasajero escogió a su hijo para llegar a su destino y eso bastó para que lo matara.
Hora y media después, los custodias de Víctor lo llevaron a un automóvil blanco para devolverlo tras los barrotes de la cárcel. No pudo ir al cementerio a darle su último adiós al hijo adorado.
Minutos después comenzaron los movimientos del traslado del cadáver al cementerio.
Una chica hermosa del Club San Carlos pedía a las personas mayores que abordaron el minibús de esa institución para ir al cementerio.
“Para los jóvenes hay otra guagua”, insistía.
Cuando el reloj marcó las 12:00 del mediodía entre dos jóvenes cargaron el ataúd por el estrecho callejón hasta el carro fúnebre.
Siempre franqueados por una patrulla de la Policía con el supervisor de la zona y varias unidades motorizadas de “acción rápida” se inició el último viaje del motoconchista y deportista.
Sus compañeros motoconchistas se adelantaron hasta Las 5 Esquinas dónde un compañero malogró de una estocada uno de sus paisanos.
Allí hicieron sonar los moffles y las bocinas de sus motocicletas.
En la acera frente a la banca dónde calló mortalmente herido quedaban las marcas de velas derritas.
Los vecinos que lo vieron caer murmuraban que por una pasajera que lo eligió a él, su vecino que vivía al frente le cegó la vida.
Algunos amigos llevaron fundas de hielos para conservarlo hasta el cementerio, mientas las motocicletas, que eran su pasión daban vueltas en la famosa esquina sancarleña.
Luego la marcha fúnebre se dirigió por la calle Abreu hacía el Norte con rumbo al Cementerio Cristo Redentor, dónde quedó una promesa del deporte del Club San Carlos.
Atrás quedó su pequeña hija, una joven mujer desconsolada y toda una barriada adolorida y sofocada por el calor y el dolor.